‘Fide da la Cara, Diario La Verdad’

Live link : La verdad

Los niños abren los ojos como platillos. Los profesores les han advertido de que esa mañana les iba a visitar Fide, una mujer afectada por una enfermedad que ha erosionado su rostro, que ha mutilado sus manos, pero da igual. En cuanto abre la puerta, se quedan boquiabiertos. «Ponen carita de sorpresa y de incertidumbre. Les asusta lo que no conocen. Pero cuando acaba la charla se van con otra idea. Y, ojo, se lo hago muy ‘light’». A través de esas charlas, y de conferencias más serias, y mucho más ‘gore’ también, Fide Mirón (Ibi, Alicante; 1974) intenta que España sepa que existe una enfermedad, la porfiria eritropoyética congénita (llamémosla PEC o porfiria de Günther), de las denominadas raras –menos de cinco casos por cada 10.000 habitantes–, una patología demoledora para su cuerpo.

Fide tiene 38 años y nunca pensó que llegaría a los 40. Ni tan lejos. Hace varios inviernos ya se sorprendía porque no encontraba ningún paciente de PECmayor que ella. Pero lo cierto es que Fide está estupenda. Positiva. Activa. Jovial. Aunque nunca logrará sacudirse esa capa de pesimismo que se adhiere al cuerpo. «No me gusta celebrar los cumpleaños. Cada año que pasa no sé si es uno más o uno menos». Lo peor parece haber pasado. La enfermedad ha dejado de morderle, de arrancarle la piel literalmente a tiras, de despojarle de manos, nariz, labios y párpados con mucho dolor. Pero se detuvo sola. Porque sí. Por nada más. El historial de la porfiria de Günther es ridículo. No se investiga. No se trata. Y eso, superado el dolor, es lo peor. «La soledad del paciente», que define esta alicantina locuaz y vivaracha.

Fidela –«vaya regalito de mis padres, ¿eh?», bromea– es la tercera de cuatro hermanos. «Nací perfecta: regordeta y morena. Nadie sospechaba lo que iba a suceder después». A los cuatro meses su madre empezó a mosquearse. Le quitaba los pañales al bebé y aparecían como bañados en vino tinto. «La orina roja es uno de los síntomas más reconocibles», señala Fide, siempre preocupada por despejar una senda por la que puedan adentrarse los que lleguen por detrás. «A mí no me ayudará mi pelea, pero espero que en el futuro sí que sirva a otros».

Su pelea es mostrarse. Su rostro, ella lo sabe mejor que nadie, no pasa inadvertido. Es su reclamo. Para que todo el mundo se entere de que, primero, existe una enfermedad que, como un pitbull furioso, te deja lleno de cicatrices para siempre. Y, segundo, que, como la porfiria de Günther, hay otras patologías, cerca de 7.000, de las catalogadas como raras.

Porque Fide sabe que, aunque no hay más de siete casos de PEC en España, entre 200 y 300 en todo el mundo, volverá a haber padres que se encuentren con pañales rojizos. Familias que no sabrán, como su padre y su madre, qué hacer, a dónde ir, a quién preguntar. Y cuando le pongan nombre a su mal, como hizo el profesor Mascaró con Fide a los seis meses de vida –aunque bien pudo ocurrir a los seis años por el poco conocimiento que hay–, esos padres asustadizos tampoco sabrán cómo ayudar a su hijo. Porque muchas puertas no se abrirán. Y otras muchas se cerrarán. El paciente de PEC es un muerto para la sanidad.

«Mi madre tiene recuerdos muy tristes porque hay profesionales que no quieren ni atenderte. No sabes ni contra qué luchas. Vas vagabundeando y preguntando», relata Fide, quien añade que, de un día para otro, amaneces con una herida o una ampolla, y entonces, poco a poco, con un dolor irresistible, la porfiria amputa una mano. Y luego otra. Y la vida se convierte en un horror.

Pero Fide tuvo buenos bastones para mantenerse erguida. Sus progenitores lucharon por ella. La sangre de su padre era un riego de vida que se colaba en sus venas cada quince días. Las hemorragias eran tan abundantes que en el colegio la conocían como ‘la niña de los pañuelos’. El colegio. Qué no le dirían los niños, a veces tan sádicos, a esa chiquilla de rostro desfigurado. No hay rencor. O al menos no quiere exhibirlo. «No me trataban mal. Crecieron conmigo y para ellos era normal. Aunque, cuando había una excursión, en el colegio directamente pasaban de mí. Hoy sería un motivo de denuncia». No contaban con ella porque Fide era la alumna que nunca salía al patio. Por miedo a sus dos peores enemigos: los golpes y el sol.

80 euros en cremas

El cielo está cubierto y chispea sobre Ibi el día que Fide recibe a este periódico. Quizá por ello esté de tan buen humor. El sol arrasa su piel. Cada mes gasta cerca de 80 euros en potingues. Cremas hidratantes y protector solar. De la farmacia también se lleva un colirio. Pastillas, ni una. Algo es algo. El resto de su vida no es tan diferente al resto. No tiene manos, pero sus muñones dan mucho juego. A los 21 años se sacó el carnet de conducir y ahora, ella solita, saca el mando, abre la puerta de un reluciente Qashqai negro, introduce la llave, le da a un interruptor que le han incorporado y arranca. Un soporte en forma de uve le sirve para mover el volante. El cambio, automático, solo necesita un leve empujón.

Su físico, a pesar de que el primer vistazo impone y casi intimida, aún le permite ser muy independiente. Y donde no llegan sus manos, llegan las de su madre. «Siempre va por delante». Aunque ella presume de ser «muy mañosa» y, además, tiene ya mucha experiencia. «Para partir un filete o abrir una lata necesito ayuda, pero me apaño bien. Cuando salieron los Levi’s de botones pensé: ‘¿Qué va a ser de mí?’. Por eso llevo pantalones de cremallera, aunque las chaquetas las prefiero de clip».

La vista se escapa a sus pies, cubiertos por unos botines anudados con cordones.

– Fide, ¿y cómo lo hace?

Y ella sonríe, gira el pie y muestra la solución.

– Los llevo al zapatero y les añade una cremallera en un lateral.

Sus muñones no son romos. Ese detalle, desde un prisma estético, puede parecer una contrariedad. Pero no es así. Ese apéndice le permite responder al móvil, mandar un mensaje y hasta personalizar el WhatsApp. ‘La mente es como un paracaídas, no sirve si no se abre’. La anilla del paracaídas pareció engancharse a los nueve años, cuando su padre murió en un accidente de tráfico en Ibi. «Fue un golpe para todos. Pero mi madre fue tremendamente valiente y generosa: abandonó su vida para sacar adelante la nuestra».

Francisca cogió las riendas de la agencia de seguros de su esposo y, al mismo tiempo, cuidó y educó a sus cuatro hijos. Una heroína anónima. Como en tantas casas. A los 14 años el cuerpo de Fide se fue regulando él solito y pudo dejar las transfusiones. La degeneración se detuvo. Pero su cuerpo ya estaba muy desfigurado y la adolescencia llegaba sin avisar. «Me refugié en la música, que fue mi terapia». Y salió adelante. Esta vecina de Ibi asomó la cabeza y comenzó a buscar, a preguntar, a incomodar. El hospital Clínico de Barcelona abre una unidad de porfiria y en Bilbao, en el Centro de Investigación Cooperativa en Biociencias, se investiga, más despacio que deprisa, sobre la enfermedad.

La pubertad se disuelve rápidamente. Fide madura deprisa. La familia la arropa, pero afuera solo encuentra decepciones. «La soledad sanitaria es tremenda. Te sientes abandonada, olvidada, aislada». Pero aceptó su rostro. Aceptó sus manos. Se aceptó a sí misma. «Si tú te ves extraña, la gente también. Has de saber trabajarte a la gente». Y lo hace muy bien. Ahora ya no se enoja cuando va por la calle, se cruza con dos personas y, de reojillo, ve como una le suelta a otra «el típico codito». O esos otros que disimulan la cara de asombro y, al rato, dan la vuelta y vuelven a pasar. «A casi todos los ves venir».

Un niño curado

Esa madurez le permitió comenzar a dar charlas; formar parte de Adibi (una asociación de enfermedades raras y discapacidad en Ibi), de la asociación española de porfiria y de la federación española de enfermedades raras, y hasta encontrar un trabajo. Lo dejó hace dos años. «Por un proyecto médido que pensaba que era mi gran oportunidad», afirma. Y tuerce el gesto. Un cirujano, al fin, pues nadie se atreve a tocarla de tan frágil que es, iba a someterla a varias intervenciones. Cuando solo quedaban unos días, se echó atrás. «Me dejó muy tocada. Ha sido el peor bajón que he sufrido. No me gusta que me vendan la moto. Yo creía en la medicina y no en su magia. La verdad es que me hizo daño que me dejara tirada. Jugó con mis sentimientos y mi soledad».

Pero la vida siguió su curso. Y ella, su pelea. La Navidad le trajó un gran regalo. El abuelo de un niño de dos años y medio le escribió para contarle que, gracias a un trasplante de médula ósea, se había curado de la porfiria. Gracias a ella, que le mostró el camino hasta la unidad del Clínico. Y entonces sonríe. «El futuro me angustia. Yo siempre tengo la sensación de que esto va a terminar mal, que, del mismo modo que un día se paró, la enfermedad despertará en cualquier momento. Por eso sé que mis manos no van a volver a crecer, que mi finalidad en la vida es convertirme en una pionera y ayudar a los que vienen detrás». Por ellos da la cara.